
Si oyes a un político prometer que luchará contra el narcotráfico, la corrupción y la violencia, quizás deberías preguntarte si podrá hacerlo todo a la vez.
Andreas Feldmann, un académico chileno que investiga temas de criminalidad y violencia, cree que la realidad latinoamericana le dio la razón a su colega estadounidense Benjamin Lessing cuando sostuvo que es imposible atacar los tres problemas a la vez.
De acuerdo a este “trilema”, si se reprime el tráfico de drogas sube el precio de los sobornos y los funcionarios tienen más incentivos para corromperse, mientras que si se lucha contra la corrupción los narcos pueden recurrir a más violencia para mantener su negocio.
“Tienes que elegir entre uno y otro. Y ese es como un gran problema”, explica Feldmann, profesor asociado de ciencia política y estudios latinoamericanos en la Universidad de Illinois Chicago, en una entrevista con BBC Mundo.
A su juicio, en la región se observa “una convergencia hacia sociedades más pauperizadas, más violentas y donde los actores criminales han adquirido mayor protagonismo”.
Lo que sigue es una síntesis del diálogo telefónico con Feldmann, coautor junto al politólogo Juan Pablo Luna del libro “Política criminal y desarrollo fallido en la América Latina contemporánea”, publicado el año pasado:
¿Hasta qué punto las bandas del narcotráfico y el crimen organizado se han vuelto una amenaza para los Estados de América Latina?
Es indudable que se han transformado en un problema muy fuerte, desde el punto de vista de la seguridad, de las economías informales, del grado de penetración.
Observo una cierta convergencia, en el sentido de que cada vez adquieren mayor protagonismo y grados de sofisticación, desafortunadamente.
Es un problema regional. Incluso países que tenían niveles de seguridad relativamente aceptables como Chile, Uruguay o Costa Rica han visto un incremento importante en las tasas de homicidio y criminalidad.
Se observa un patrón bastante preocupante, aunque hay matices. Hay países que han logrado disminuir un poco las tasas de violencia, pero eso no significa que el crimen como tal haya disminuido.
¿Esto era algo previsible o toma de imprevisto a los países de la región?
Creo que es un patrón de larga data. Una de las cosas que a los investigadores nos tomó un poco por sorpresa fue esta dinámica en la cual las nuevas democracias en los años ’90 empezaron a ser mucho más violentas de lo que pensábamos.
La idea era que a partir del fin de muchas dictaduras, que en general tenían grandes cuotas de represión y generaban violencia, se iba a observar un incremento importante en las tasas de seguridad y una disminución de violencia.
Muy por el contrario, lo que vimos es un aumento de la violencia, democracias muy violentas. Y eso sí nos pilló por sorpresa.
Ha sido un fenómeno de dos décadas y cuando uno observa la trayectoria de muchos países vemos una convergencia hacia sociedades más pauperizadas, más violentas y donde los actores criminales han adquirido mayor protagonismo.
Se ha visto menoscabada la capacidad coercitiva de los Estados. Las policías o incluso los ejércitos una vez que son desplegados no tienen las capacidades para controlar el problema.
Es muy preocupante.
En el libro alertan que la influencia de la industria narco “es mucho más amplia de lo que generalmente se ha pensado”. ¿Por qué?
Porque vemos el problema del narcotráfico, del crimen organizado y las industrias ilícitas más bien como un problema de desarrollo. No lo vemos necesariamente como un problema de criminalidad.
En la medida que un montón de actividades económicas se dan en la esfera de lo ilícito o informal, se priva al Estado de ir a un modelo de desarrollo más vigoroso que incorpore a las personas y les dé condiciones de mayor dignidad.
¿Se refieren a grandes organizaciones al estilo carteles, de bandas y pandillas más pequeñas o de grupos de microtráfico?
En general hablamos de grandes organizaciones. Lo que pasa es que muchas veces delegan su modelo de negocio a organizaciones más pequeñas.
Lo más problemático es que hay vasos comunicantes entre las entidades y los Estados. Es lo que llamamos “política criminal”, la imbricación entre criminales, políticos y agentes del Estado como policías o jueces, que buscan cada uno sus respectivas agendas y objetivos.
En la región una parte de la política tiene estos ribetes, lo cual representa una desviación del ideal weberiano (de Max Weber) en el cual los Estados actúan de acuerdo a la ley…
Y tienen “el monopolio del uso legítimo de la violencia”, algo que también se pierde…
Se pierde, evidentemente. Lo ves en el caso de México, donde muchas desapariciones no sabemos exactamente quién las hizo: si el Estado, actores criminales o incluso son parte de una operación conjunta.
Esto lo hemos visto en el caso colombiano y en muchos otros.
Se está incrementando más y más esta imbricación que erosiona las capacidades estatales, desmotiva a los actores estatales y genera mayor complejidad en las agendas políticas.
¿Cuánto ha influido la pandemia en este deterioro de la seguridad pública en la región en general?
Muchísimo. Veo el tema migratorio y el efecto de la pandemia ha sido desolador. Ha empujado a millones de personas a la informalidad y le ha dado mayores cuotas de poder a organizaciones sobre esa población informal: hay más capacidad de reclutamiento.
Y en la medida en que el Estado se debilita, estas bandas van aumentando su poder.
Como resultado de la hecatombe que hay en Venezuela millones de personas se desplazan a través de América Latina y el Tren de Aragua ve esto como una oportunidad para desarrollar su modelo de negocio.
Y el Clan del Golfo ha generado millones de dólares como resultado del tránsito de personas desde Colombia hacia Panamá.
En general las condiciones de pauperización y debilitamiento estatal han tenido como correlato un fortalecimiento de muchas organizaciones que tienen más capacidades de adaptabilidad que los Estados.
En este contexto, muchos latinoamericanos ven como modelo a copiar la mano dura de Bukele y su guerra a las pandillas, y gana fuerza en países de la región la idea de involucrar a los militares en la lucha contra el narcotráfico. Una encuesta reciente en Chile señala que 89% de la población está de acuerdo en permitir esa colaboración militar. ¿Qué refleja esto?
Refleja la desesperación de la gente.
El caso de El Salvador es muy diciente: las personas llegaron a un nivel tal que apoyan estas medidas draconianas de la administración de Bukele, incluso cuando ellos mismos tienen familiares presos.
Es un poco “pan para ahora y hambre para mañana”, porque la misma gente que está feliz porque han bajado las tasas de homicidio en El Salvador puede verse expuesta a otro tipo de problemas.
Por ejemplo, un elemento que está pasando en El Salvador y hemos sabido es que la misma policía está extorsionando a los ciudadanos. Los llama para decir: “Vamos a hacer una redada en su casa, pero estamos dispuestos a no hacerla si nos da una pequeña suma”.
Entonces estamos cambiando un problema por otro, porque no se erradicó básicamente la corrupción en la policía salvadoreña y se le otorgó todo el poder. Eso puede ser profundamente peligroso.
No hay soluciones a corto plazo y eso es muy complejo políticamente, porque las autoridades tienen que mostrarse haciendo algo. Y ese clamor de la opinión pública por algún tipo de medida efectista muchas veces va en contraposición con medidas de mediano y largo plazo que pueden ser más efectivas.
Hay que hablarle a las ciudadanías con verdades, decir que este es un problema complejo que requiere grandes acuerdos nacionales, enorme madurez política, concesiones de todos los sectores políticos y que trabajen mancomunadamente las policías, los sistemas judiciales, la sociedad civil y los políticos.
No vemos eso sino un echarse la culpa de una administración a otra, y el problema se vuelve mucho peor.
¿La tendencia al uso de los militares en el combate al narco es también una señal de que los Estados han perdido la brújula en su guerra contra las drogas?
No necesariamente. Lo que los Estados están tratando de hacer es incrementar su capacidad coercitiva, porque las policías no dan abasto.
El problema es que muchas veces los militares tampoco tienen las condiciones para poder hacerlo, porque es un tema de seguridad, orden y se requieren grandes cuotas de inteligencia.
México es un caso muy particular. El Estado desplegó las fuerzas armadas y no fue capaz de atajar esto. No sabemos qué hubiera pasado en México si no hubieran desplegado a las fuerzas armadas. Pero sí sabemos que ese despliegue aumentó las cuotas de violencia.
México es un caso muy particular. El Estado desplegó las fuerzas armadas y no fue capaz de atajar esto. No sabemos qué hubiera pasado en México si no hubieran desplegado a las fuerzas armadas. Pero sí sabemos que ese despliegue aumentó las cuotas de violencia.