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Una mirada bíblica a las maldiciones hereditarias
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¿Qué es una maldición hereditaria?

Las maldiciones hereditarias se conocen como los pecados, o consecuencias de los pecados, que heredamos de nuestros padres. Es decir, nosotros, como hijos, podemos estar practicando un pecado que nos llegó como una especie de vínculo espiritual, o que estemos sufriendo los efectos de un pecado heredado de nuestros padres. Estas consecuencias también pueden presentarse en forma de adicciones o diversos tipos de enfermedades. Un sector de la iglesia que enfatiza este tema muchas veces motiva a los creyentes a mirar atrás e investigar los pecados de sus padres. Enseñan que esta puede ser la razón por la cual un pecado o un patrón pecaminoso persiste en sus vidas. También enseñan que los problemas constantes, las enfermedades frecuentes y las crisis financieras permanentes pueden ser expresiones de una maldición hereditaria.
En pocas palabras, una maldición hereditaria apunta a las consecuencias que podemos estar pagando por los pecados de un antepasado.
Si ese es el caso, entonces el creyente no podrá liberarse de esta condición a menos que se realice algún tipo de liberación. Es decir, una sesión de oración, imposición de manos, o incluso una confesión por parte del afectado, para romper el vínculo. En algunos casos, estas liberaciones, que pueden durar varias horas, ocurren en los templos al final de los servicios dominicales, en retiros espirituales o en los hogares como parte de consejería.
¿De dónde viene esta enseñanza?
El texto bíblico más utilizado para sustentar esta enseñanza se encuentra en Éxodo 20, como parte de los 10 Mandamientos recibidos por Moisés en el monte Sinaí: “No los adorarás, ni los servirás; porque yo soy Jehová vuestro Dios, Dios celoso, que visito la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen” (Éxodo 20:5). Luego se repite la misma advertencia en Deuteronomio 5:1-11.
Por lo tanto, esforcémonos en observar la enseñanza de este pasaje, para que podamos entender cómo afecta a los creyentes de hoy.
Entendiendo mejor Éxodo 20.4-5
Está claro que las consecuencias del pecado de idolatría fueron terribles, y el Señor quiso crear esta conciencia en el pueblo. Pero entonces, ¿qué significa que Dios visitará la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación?
Lo que tenemos que entender acerca de este texto es que es un principio, no una condición irreversible. En otras palabras, esto no debe entenderse como una sentencia definitiva que condena irremediablemente a los hijos de padres pecadores. El principio es que habrá consecuencias para el mal, y que estas consecuencias también afectarán a los hijos del pecador. Pero esto no era algo absoluto, como si los pecados de los padres fueran condiciones irreversibles para sus hijos.
Para comprender este texto, describiré dos escenarios que ilustran bien estas consecuencias.
Si un hombre roba, este pecado afecta no sólo al ladrón, sino también, y en un sentido muy real, a sus hijos, porque si este hombre es encontrado y juzgado, ya no podrá estar con su familia. Además, si robar es el estilo de vida de esta persona, existe una alta probabilidad de que sus hijos también se inclinen y dirijan a esta misma conducta.
Otro ejemplo: digamos que un hombre de familia es alcohólico. Tarde o temprano, su adicción al alcohol puede tener consecuencias para él y sus seres queridos. Por ejemplo, si un borracho hace cosas indecentes, pierde su trabajo, es demandado por otros o enferma, esto tendrá terribles consecuencias para los miembros de su familia. Es en este sentido que el mal de un padre afecta a sus hijos. Y esto sin considerar que un niño puede crecer predispuesto al alcoholismo e incluso convertirse en alcohólico, porque eso es lo que observa como un patrón normal de conducta.
El hecho de que Dios castigue la maldad de los padres sobre sus hijos es mucho más un principio de consecuencias, y no necesariamente una sentencia absoluta que deja a los niños incapaces de redimirse a sí mismos. Esto tampoco debe entenderse como una maldición hereditaria o un vínculo espiritual del que debemos liberarnos.
Esta es la conclusión necesaria, que también se describe en ese mismo Pentateuco, ya que en el libro de Deuteronomio se nos dice que “no serán muertos los padres en lugar de sus hijos, ni los hijos en lugar de sus padres; cada uno será asesinado por su pecado” (Dt. 24,16). Preste atención: “Cada uno será ejecutado por su pecado”.
Es decir, el principio de responsabilidad individual ya estaba establecido en el Antiguo Testamento, descartando cualquier noción de maldición o vínculo hereditario. En otras palabras, ningún hijo pagará por los pecados de sus padres, sino que cada uno pagará por las consecuencias de sus propios pecados. Y aunque nuestros hijos puedan verse afectados por nuestras decisiones, o sea posible que un antepasado tenga la misma enfermedad como demuestra la ciencia, no debemos interpretar esto como una fuerza espiritual detrás. Una vez más, las consecuencias que sufrimos no deben entenderse como maldiciones hereditarias.
En menor medida, otro texto que se utiliza para enseñar sobre las maldiciones hereditarias se encuentra en Proverbios:
Como pájaro en su extravío, y como golondrina en su vuelo, así la maldición sin causa no vendrá (Prov 26:2).
Pero basar la enseñanza de los vínculos hereditarios en este versículo es un mal ejercicio exegético. En primer lugar porque este pasaje no habla de las consecuencias que reciben los hijos por los pecados de sus padres. En cambio, la línea de pensamiento del autor se orienta hacia la necedad de los tontos. Segundo, porque el texto original de Proverbios 26.2 dice:
Como el gorrión en su extravío y la golondrina en su vuelo, así la maldición que no tiene causa no cae (Pv 26,2).
Lo que este proverbio significa es más o menos esto: no te preocupes si alguien te maldice sin que sea culpa tuya, tal maldición no tendrá ningún efecto. La maldición que alguien pronuncia con su boca contra una persona inocente no tiene poder para dañarle, así como un pájaro no daña a nadie cuando vuela. Este texto no enseña absolutamente nada sobre vínculos hereditarios o maldiciones.
Un viejo error
Culpar a otros de nuestras desgracias es algo tan antiguo como la historia de la creación. No asumir la responsabilidad individual es precisamente lo que hizo Adán al culpar a Eva cuando fue confrontado por Dios. Y eso es también lo que hizo Eva cuando culpó a la serpiente, cuando fue confrontada por su creador (Gén 3). Pero en el momento en que los judíos fueron deportados a Babilonia, esta misma actitud floreció en forma de un dicho muy conocido:
Los padres comían uvas agrias, y a los hijos les daban dentera (Eze 18:2).
El pueblo de Israel está cautivo en Babilonia. Hay tristeza y amargura entre los israelitas. Ezequiel es el profeta elegido por Dios para hablarle al pueblo. Hay esperanza entre los judíos de que esto termine pronto y pronto regresarán a casa. Pero la esperanza es en vano. Dios está castigando a su pueblo por sus pecados. Dios los entregó a los caldeos en esta segunda deportación y otra deportación más está en camino. Esta actitud fue confrontada por el profeta. El mensaje subyacente de este dicho es claro: sufrimos por el pecado de nuestros padres. Por eso el Señor les dice lo mismo:
Vivo yo, dice el Señor Dios, que jamás dirás este proverbio en Israel. He aquí, todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, morirá (Ez 18,3-4).
Aquí, una vez más, Dios corrige la noción fatalista de que los niños serán víctimas de una sentencia irreversible por culpa de sus padres.

Esta idea también la retoman los discípulos en el Evangelio de Juan. Le preguntaron a Jesús si la ceguera de un hombre era resultado del pecado de un antepasado. Ante la inquietud de los discípulos, respondió:
“Ni él pecó, ni sus padres; pero fue para que las obras de Dios fueran reveladas en él” (Juan 9:3).
Una vez más, esta inclinación excesiva (e incluso malsana) a interpretar las desgracias de las personas como consecuencia de los pecados de un antepasado es confrontada por Jesús, quien les dice que esta ceguera sólo sirve para glorificar a Dios.
Este énfasis en las maldiciones hereditarias casi siempre priva al creyente de asumir responsabilidad personal. Y lo que es más delicado: no te motiva a buscar el arrepentimiento por tus propios pecados.
El daño que causa
Las consecuencias que trajo a la iglesia la enseñanza de los vínculos hereditarios o maldiciones son muchas y lamentables. Algunos del pueblo de Dios buscan ansiosamente a alguien que les haga una sesión de liberación, porque creen que este vínculo solo pierde su poder con esta práctica. En otros casos, el creyente que se cree inocente evitará la responsabilidad personal y no buscará el arrepentimiento. Pero también hay quienes se han sentido decepcionados por las implicaciones de esta enseñanza. Aquellos que han sido objeto de liberación y que con el tiempo ven reaparecer los pecados o las consecuencias de un pecado, experimentan decepción con el evangelio o las Escrituras. Otros pueden resolver esto realizando periódicamente estas liberaciones.
Por lo tanto, de acuerdo con la enseñanza bíblica, debemos concluir que la doctrina de las maldiciones hereditarias es teológicamente deficiente y en la práctica muy dañina para el creyente y la iglesia en general.
La alternativa bíblica
Pero, ¿qué hacemos si, a diario, parecemos inclinados a cometer los mismos pecados que nuestros antepasados? ¿Cómo podemos liberarnos de esta influencia?
Otro ejemplo: digamos que un hombre de familia es alcohólico. Tarde o temprano, su adicción al alcohol puede tener consecuencias para él y sus seres queridos. Por ejemplo, si un borracho hace cosas indecentes, pierde su trabajo, es demandado por otros o enferma, esto tendrá terribles consecuencias para los miembros de su familia. Es en este sentido que el mal de un padre afecta a sus hijos. Y esto sin considerar que un niño puede crecer predispuesto al alcoholismo e incluso convertirse en alcohólico, porque eso es lo que observa como un patrón normal de conducta.

Sin embargo, ¿qué le sucede a alguien que da evidencia de su regeneración y que ha mostrado los frutos de su arrepentimiento, pero que aún lucha con alguna forma de pecado, vicio o inclinación de sus antepasados?
Esta preocupación también es legítima, y ​​la Biblia también nos responde a este respecto. Aquí es importante resaltar que, desde el momento de nuestra conversión, comienza en el creyente el proceso conocido como santificación. Así se llama el proceso por el cual, desde la conversión, Dios te libera cada vez más de la influencia del pecado y te transforma a semejanza de Cristo. Pero este proceso es gradual y dura toda la vida, y aunque es obra de Dios, el creyente también participa de él. Esta es la enseñanza que Pablo expone en Romanos 6. Por eso dice: “Por tanto, no reine el pecado en vuestros cuerpos mortales, de modo que obedezcáis sus pasiones” (Rom. 6:12). En otras palabras, no os dejéis gobernar por el pecado.
La vida de un creyente genuino se caracteriza por una lucha constante contra el pecado. El hombre regenerado lucha por no pecar, y cuando peca, siente una profunda contrición. Siente tristeza y amargura por haberle fallado a su Salvador.
Pero no debemos olvidar que el llamado del creyente es negarse a sí mismo, tomar cada día su cruz y seguir a Jesús (Lucas 9:23). Pablo nos llama a hacer morir lo terrenal que hay en nosotros (Col 3,5) y, por el Espíritu, a hacer morir las obras de la carne (Rm 8,13). Pedro exhortó a los creyentes a abstenerse “de las pasiones carnales, que hacen guerra contra el alma” (1 Pedro 2:11).
Parte de esta batalla es la actitud permanente de buscar el arrepentimiento. Un creyente es un pecador que reconoce cuando falla y genuinamente se arrepiente de su pecado. En este sentido, Lutero fue enfático al resaltar en la primera de sus 95 tesis que el arrepentimiento es el estilo de vida del creyente.
Pero en la santificación, es importante recordar que, aunque se nos manda ocuparnos de nuestra salvación con temor y temblor, también se nos dice que Dios es quien produce en nosotros el querer y el hacer por su buena voluntad (Fil. 2 :12-13). Esto significa que Dios nos pide algo, pero también nos da la capacidad de obedecerle. ¡Qué gloriosa promesa! El gran Agustín captó esta verdad en su famosa oración: “Pídeme lo que quieras y dame lo que pidas”. La gracia de Dios no sólo perdona nuestros pecados, sino que también nos capacita para vivir la vida cristiana.
Además, debemos decir que nuestra santificación será proporcional a nuestra comprensión de la persona y obra de Jesucristo. Es decir, nuestra santidad corresponde en gran medida a nuestra comprensión del evangelio. Cuanto más entendemos lo que Cristo hizo en la cruz, mayor será nuestro deseo de crecer a su semejanza. Para ello será decisiva la constante exposición de la Palabra. La Palabra de Dios tiene un poder santificador en la vida del creyente. Por eso Jesús dijo a sus discípulos: “Ahora estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Juan 15:3).
Debemos recordar que Cristo Jesús obtuvo la salvación eterna, segura y completa. En Él somos perfeccionados, como dijo Pablo (Col 2:10). En otras palabras, Cristo es la provisión de Dios para el gran problema del pecador. En Cristo tenemos todo lo que necesitamos para nuestra redención, para nuestro crecimiento espiritual, y sólo en Él tenemos lo necesario para una vida plena y llena del poder de Dios. En lugar de mirar al pasado para ver qué tipo de maldición podríamos estar sufriendo, miramos a la cruz y vemos cuán bendecidos somos en ella ahora.
Traducido por: David Bello
Gerson Morey es pastor de la Igreja Día de Adoración en la ciudad de Davie, Sur de Florida, y autor del blog cristiano El Teclado de Gerson. Está casado con Aidee y tienen tres hijos, Christopher, Denilson y Johanan. Síguelo en Twitter: @gersonmorey.
FUEN TE https://coalizaopeloevangelho.org/article/um-olhar-biblico-sobre-as-maldicoes-hereditarias/

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