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Abuso y autoridad: discernir límites y sabiduría en el ejercicio del poder
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Vivimos en tiempos en los que el concepto de  abuso  ha entrado a formar parte del vocabulario común, permeando las discusiones jurídicas, educativas, familiares, eclesiásticas y sociales. Esta expansión de la conciencia trajo consigo beneficios innegables: muchas situaciones antes consideradas normales o culturales empezaron a ser reconocidas como violaciones de la dignidad humana. Sin embargo, junto con estos avances, existe también una creciente necesidad de distinguir sabiamente qué es, de hecho, abuso y qué no lo es.


El abuso se ha definido como el uso indebido, desproporcionado o destructivo del poder, la influencia o la autoridad, causando  daño físico, emocional, psicológico, espiritual o moral . La marca del abuso es la violación de los límites legítimos, la imposición del control y la anulación del otro en su libertad y valor. Puede presentarse en diferentes formas —verbal, física, emocional, espiritual, económica— y a menudo aparece en relaciones marcadas por la asimetría de poder, donde quien ostenta la autoridad distorsiona su rol.


Esta distinción se vuelve especialmente relevante cuando hablamos de disciplina, ya sea  familiar, escolar, eclesial o institucional . La disciplina, en su concepción bíblica y ética, es un acto de amor responsable, que tiene como objetivo la corrección, la formación y el bien de quien es disciplinado. En el contexto familiar, por ejemplo, disciplinar a los hijos no es abuso cuando se practica con amor, equilibrio, con la debida concentración y con sentido de medida y proporción. Se convierte en abuso cuando se vuelve desproporcionado, iracundo o humillante. Lo mismo se aplica a la disciplina eclesiástica: es bíblica y necesaria cuando tiene como objetivo restaurar y preservar la comunión y la pureza de la iglesia y glorificar la santidad de Dios; pero se vuelve abusiva cuando se aplica con espíritu de venganza y exposición indebida o cuando se practica sin el cuidado pastoral necesario.


Incluso en el ejercicio de la exhortación pastoral puede haber momentos de vehemencia y de tono elevado, especialmente ante realidades graves. Esto, en sí, no constituye abuso. Incluso gritar puede, en determinadas ocasiones, expresar urgencia o dolor legítimo. Sin embargo, cuando el tono exaltado es la regla, y motivado por la pura ira, se utiliza simplemente para intimidar o silenciar, deja de ser un recurso, ya sea relacional, pedagógico o retórico, y se convierte en un instrumento de violencia emocional. La autoridad pastoral debe ser firme, pero caracterizada por la mansedumbre y el autocontrol. Hacerlo bien puede ser un desafío, pero el ejemplo vivo de Cristo es paradigmático.


La misma lógica se aplica a otras esferas de autoridad legítima. En un ambiente escolar, el docente tiene todo el derecho a exigir puntualidad, disciplina y respeto a las normas. Esto no es abuso, sino una parte esencial del proceso educativo. El abuso ocurre cuando esta exigencia se hace con gritos, humillaciones o vergüenza, especialmente delante de niños o adolescentes. La firmeza del educador debe ir acompañada del equilibrio emocional y el respeto a la persona.


En el ámbito público, el uso de la fuerza por parte de la policía o de agentes del Estado también puede ser legítimo. El uso de la restricción física, el uso de esposas o la ejecución de sentencias judiciales —como la prisión— son instrumentos de justicia retributiva y de mantenimiento del orden. El mismo apóstol Pablo reconoce que la autoridad civil “no en vano lleva la espada” (Romanos 13:4). Sin embargo, cuando dichos instrumentos se utilizan de manera innecesaria, cruel o discriminatoria, o sin observar el debido proceso, pierden su legitimidad y constituyen un abuso de autoridad. La dignidad humana nunca puede ser anulada en nombre de la justicia.


Incluso la pena capital, en ciertos contextos históricos o legales, no debería clasificarse automáticamente como abuso. La Escritura presenta su aplicación en determinadas situaciones del Antiguo Testamento y reconoce la función punitiva del Estado en el Nuevo Testamento. Sin embargo, en sistemas judiciales frágiles, marcados por la parcialidad, la corrupción o la desigualdad estructural, el riesgo de una aplicación injusta transforma la pena de muerte en un instrumento de opresión más que de justicia. La historia ha estado llena de ejemplos trágicos.


En este escenario, cobra relevancia la percepción de que vivimos, en muchos ambientes, en una cultura cada vez más sensible emocionalmente, lo que puede ser una bendición, pero también un riesgo. Por una parte, esta sensibilidad anima a escuchar a los que sufren, a atender a los vulnerables y a denunciar con sinceridad las estructuras opresoras. Por otra parte, cuando esta sensibilidad degenera en hipersensibilidad y victimización, corremos el riesgo de confundir toda frustración con trauma, toda reprimenda con agresión, toda autoridad con opresión. Así, una exhortación firme puede ser leída como un abuso; una disciplina legítima, como el arbitraje; una corrección legítima, como la humillación; y una responsabilidad asumida, como la violencia institucional.


La fe cristiana ofrece un camino superior: el ejercicio de la autoridad con sabiduría, amor y justicia. El modelo es Dios mismo: Padre santo, Juez justo, Pastor compasivo. Su autoridad no es excesiva ni desmesurada y nunca deja de actuar. Corrige con firmeza, pero guía con ternura. Toda autoridad humana, ya sea pastoral, familiar, educativa, policial o institucional, debe reflejar este carácter: firmeza sin crueldad, corrección sin opresión, liderazgo sin tiranía implacable y absoluta. La verdad debe ser dicha con amor; La justicia debe ir de la mano con la misericordia.


No toda autoridad es opresión. No toda reprimenda es violencia. No todos los gritos son abusos Pero todo abuso (físico, verbal, emocional, espiritual o estructural) necesita ser nombrado, cuestionado y corregido. La responsabilidad cristiana es doble: proteger a los que sufren y formar a los que dirigen. El cuidado de los demás no puede ignorar los límites de lo legítimo. El celo por la justicia no puede justificar la crueldad en nombre del orden.


El llamado de las Escrituras es claro: que la sabiduría de lo alto —pura, pacífica, benigna y llena de misericordia— gobierne nuestro uso de la autoridad y nuestras reacciones ante ella (Santiago 3:17). Que tengamos la claridad para discernir el verdadero abuso y el coraje para combatirlo. Pero también debemos cultivar la madurez para no confundir toda frustración con agresión. La verdad necesita amor; amor, de verdad. Y ambos juntos revelan la gloria de Dios en las relaciones humanas.


Gilson Santos es pastor de la Iglesia Bautista Grace (SP). Licenciado en Historia y Teología, es escritor, columnista y ponente en varios congresos. Gilson también es profesor en el Seminario Martin Bucer. Desde 1999 preside el presbiterio de una iglesia bautista reformada y dirige el Instituto Poimênica (i-poimênica), que tiene como objetivo ofrecer apoyo y promoción de la pastoral cristiana.


FUENTE https://coalizaopeloevangelho.org/article/abuso-e-autoridade-discernindo-os-limites-e-a-sabedoria-no-exercicio-do-poder/


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